Sonriente

Nadie escuchaba los susurros que provenían del armario. Nadie, excepto yo. Para mí eran tan claros, que no podía comprender cómo ninguno de mis hermanos los percibía. No les importunaban. Pero a mí sí. Me despertaba el susurro de la bestia, cuyo verdadero nombre todavía no me atrevo a invocar, por miedo a que la pesadilla comience de nuevo. Como una retorcida lengua viperina, se escurría por el resquicio del armario y esquivaba los muebles y los pies de mis hermanos para llegar hasta mis oídos. Los penetraba, embadurnando su saliva en mi cerebro.

Y cantaba la melodía del inframundo. Siempre en un lento susurro.

Cuando crecí y me alejé del hogar paternal olvidé los murmullos. Como cualquier infante, atribuí todos los recuerdos que escapaban a la razón a la imaginación inocente.

Fui a la Universidad de Pennsylvania, donde me gradué de la escuela de antropología. Luego completé una maestría en la misma área y finalmente un doctorado en historia. Me sumergí en la vida académica y el desarrollo de mi profesión pasó a ocupar la mayor parte de mi tiempo y de mi mente.

Ya imaginarán que no soy un hombre joven. No era un niño ingenuo, ni tampoco un adolescente confundido cuando todo empezó de nuevo. Muchos años habían pasado desde que el monstruo del armario apareció en mis pensamientos. Pero no es tan fácil olvidarlo cuando te visita en medio de la madrugada, siendo tú un hombre adulto.

Eran las tres. Me desperté sobresaltado, algo que en sí ya era extraño porque por lo regular mi sueño se mantenía ininterrumpido hasta que sonaba la alarma. Miré el reloj en la mesa de noche. Cerré los ojos de nuevo, pero en cuanto lo hice escuché un murmullo. Lo primero que pensé fue que provenía de alguna casa cercana, pero pronto comprendí que no era el caso. Una suave risa aterrizó en mi tímpano y fue como si hubiera retrocedido más de treinta años en el tiempo.

– El Señor Sonriente ha vuelto.

No había nada en la habitación. Me reí de mí mismo, por haberle dado importancia a un delirio de modorra. Pero nunca entendí por qué, precisamente en ese momento, mi cabeza voló casi instantáneamente hacia el armario de mi infancia… y hacia el Señor Sonriente.

Ahora lo sé. El instinto es más poderoso que la razón o la lógica. El corazón infantil acepta límites más elásticos que aquellos que concibe el adulto. Si lo hubiera comprendido más rápido, tal vez habría conseguido derrotarlo antes. Pero para cuando me di cuenta de que todo era real, ya me tenía atrapado en una dimensión que solamente puedo etiquetar como el infierno.

Y el infierno no está lleno de fuego, ni tampoco de carbón. Eso habría querido yo. Las llamas lamen la piel y duelen más allá de cualquier sensación imaginable, pero están allí y tú lo sabes. Puedes verlas y sentirlas, te rodean, te comen los huesos, pero jamás juegan trucos contigo. No se ocultan, ni te hablan desde las sombras con la voz de personas amadas. No se disfrazan de niños para arrastrarte a la trampa de la locura, ni ríen con tonos desequilibrados. No te pintan en la cabeza la imagen de una sonrisa, al grado de terminar estrellándola contra la pared para ver si así se olvida.

El infierno del Señor Sonriente está lleno de esas cosas. Y muchas otras.

No me llevó a él apresándome del talón y arrastrándome fuera de la cama. Primero hizo mella en mi mente, inquietándome hasta la médula por las noches. Una vez al mes, dos veces a la quincena, tres veces a la semana, todas las noches de mi vida. Reía y cantaba, cantaba y reía, hasta acorralarme en el rincón de la aceptación. Así que comencé a investigar.

Algunas palabras eran reales. Sonaban como murmullos ininteligibles porque se encontraban en un idioma ajeno al mío. Gracias a los recursos que me proveía la universidad para la que trabajaba en ese tiempo, no me costó tanto esfuerzo averiguar el significado de aquellas frases:

Sonriente, Sonriente, viene a jugar de nuevo, Sonriente, Sonriente, para ti inventará un juego. Puedes darle la mano, sino le das la espalda, no espíes bajo la cama, o el juego será en vano.

No se trata de una traducción exacta, por supuesto. Algunas cosas las tuve que deducir yo mismo, pero la finalidad del mensaje no quedaba en duda; Sonriente, fuera lo que fuese, me acechaba. No de la manera en la cual me acechó siendo niño, sino de una forma mucho más peligrosa. La inocencia de la infancia, esa línea borrosa que separa la realidad de la fantasía, era el escudo que me protegía de su influencia. Pero ya no existía.

Busqué la manera de alejarme, mas ya no había espacio físico que me separara del espectro. Sin importar a dónde fuera, él me seguía. Ya no solamente eran murmullos nocturnos, sino también sombras diurnas. Siluetas de bocas curveadas y dedos alargados que se dibujaban en paredes y suelos. Nadie más los veía.

Recurrí a muchos métodos para intentar deshacerme de él. De la mayoría no me siento orgulloso. Pero mis rituales, sacrificios y exorcismos solamente parecían convertirlo en algo más real. Tan real, que sus uñas dejaban marcas visibles en mi piel. Tan real, que me acariciaba la mano por las noches y sus dedos se entrelazaban con los míos, como si realmente lo único que quisiera fuera llevarme con él a jugar un nuevo juego. Uno diseñado para mí.

Una noche de otoño lo vi por primera vez a la cara. No era un rostro carente de ojos, con una sonrisa cicatrizada en la piel como yo lo había imaginado. Tenía ojos, y eran muy hermosos. Tan hermosos como los de la madre que alguna vez cantó canciones de cuna junto a mi cama, y una boca pequeña, roja, como la del único amor que tuve durante mis años estudiantiles. No podía decir si sus facciones eran masculinas o femeninas, pero tampoco importaba mucho. No importaba, porque su voz me recordaba a la de mi hermano, cuando me invitaba a salir con él y jugar al soccer con los niños de la cuadra, incluso si nuestro padre lo hubiese prohibido. No importaba, porque su mirada serena me recordaba la protección del hombre que me permitió quedarme a su lado, aun a sabiendas de que realmente no era a su hijo al que estaba criando.

Y así comenzó el juego.

Las personas con las que he hablado aseguran que he pasado los últimos nueve años de mi vida en este manicomio. Que fui internado por el casero cuando me encontró dando vueltas en el apartamento, sujeto a una mano invisible y murmurando palabras ininteligibles al aire. Dicen que casi todos los días he hecho exactamente lo mismo; recorrer la habitación en círculos, susurrar cosas, lanzar gritos esporádicos. Y que se sorprendieron mucho cuando hoy, en la mañana, me encontraron sentado al borde de la cama, parpadeando y preguntando con voz temblorosa en dónde era que me hallaba.

Yo no tengo memoria de haber sido arrastrado a ningún asilo, de dar vueltas en círculos o de las paredes que me mantuvieron encerrado por nueve años. En el infierno de Sonriente no hay paredes. Ni una sola.

Pero jamás desterraré de mi memoria las visiones a las que tuve que enfrentarme. Y no luché contra ellas por nueve años. Ni tampoco por veinte. Fueron centenas, vidas enteras arrebatadas por una boca curveada y un juego personalizado.

En apariencia, he ganado. He resuelto el último laberinto y finalmente he escapado. Pero ahora conozco mejor a Sonriente. Y sé que jamás se podría vencer en un juego por él diseñado. Si me leen tan calmo, tan elocuente y dominado, es únicamente porque por fin, en este intermedio que funciona como trampa, tengo la oportunidad de retomar el control de mis circunstancias. Ha regresado mi alma al cuerpo por un breve período de tiempo. Pero cuando se vaya, no lo hará para volver al mundo de Sonriente. Si existe el diablo, existe el salvador. Y por todo lo que puede ser sagrado en esta tierra de malditos, imploro a él que venga y recoja mi espíritu en sus manos, antes de que Sonriente enlace sus dedos con los míos de nuevo. Antes de que regrese a mí, con los ojos de mi madre, la mirada de mi padre y la boca de mi amada.

Dejo este relato como constancia de mi patético destino, como testimonio del mundo invisible, pero real, que existe debajo de la cama, dentro del armario, en el interior de las cloacas, y como un último capricho de lo que queda de mi mente racional.

El instinto puede más que la razón en ocasiones.

Sonriente es real.

8 comentarios en “Sonriente

    1. Gracias, Danny. La verdad es que fue un poco como experimento, porque no he escrito muchas cosas de terror, horror, fantasía extraña. Pero, para ser el primer intento, creo que quedé satisfecha….
      …creo. xD

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  1. En cierto modo tu relato me recuerda al tan famoso de Mary Shelley ‘Frankenstein o el Moderno Prometeo’ en cuanto a la creación y vivencia del ‘monstruo’, esa pesadilla o creación que nos habita con mayor o menor influencia. Saludos.

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    1. jajaja no, ninguno de los dos es muy racista, ni Sonriente ni el protagonista. Sonriente no le hace el fuchi a ningún ser, ni siquiera a los cerditos verdes, para que tengas cuidado. No vaya ser que en una de ésas escuches risitas provenientes de tu armario. A Sonriente le gusta el tocino…

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